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Las fiestas de casamiento:

el fin oculto de nuestra presencia

(Texto humorístico)

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“Somos los protagonistas de una hermosa historia que se irá escribiendo

día a día. Para compartir con nosotros uno de los capítulos

 más emotivos de nuestra vida, con inmenso amor los invitamos a la celebración de

nuestro casamiento. Afectuosamente, Mariela y José”

 

 

     Íbamos en el auto con mis hijos, mi marido y parte de su familia, al festejo del casamiento de una prima segunda que no veía hacía años. Todos hablaban animadamente del vestido de la novia, del sermón del cura, algunos de la importancia de la celebración religiosa, etcétera.

Mi hijo de ocho años, en cuanto se hizo un silencio de pocos segundos, expresó la única verdad indiscutible escuchada hasta ese momento en el lugar: “Ah, no sé. Yo sólo vengo por la comida”.

 

     Seamos sinceros: quitando las pocas excepciones de extrema cercanía -cuando se trata de un hermano o la mejor amiga- vamos a los casamientos con la sola idea de poder disfrutar del banquete. ¿Y por qué no? ¿No es acaso la comida uno de los mayores placeres del hombre? ¿Qué mejor, para festejar lo que sea, que comer? Almuerzos y cenas de fin de año, de principio de año, de camaradería, de “cuánto hace que no nos vemos, ¿por qué no nos juntamos para comer?”, de beneficencia, de centenario, gran peña con empanadas, asadito del domingo, asadito de cualquier otro día, cóctel de apertura, de cierre, de entremedio, etcétera. Cualquier motivo sirve, y la magnitud del  festín debe ser directamente proporcional a la del evento en cuestión. Entonces, ¿por qué no nombrar con todas las letras el verdadero sentido de reunirse para algo tan enorme como la celebración de uno de los acontecimientos más importantes de nuestra vida?

 

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“No, gracias, no quiero comer mucho;

tengo un casamiento más tarde.”

 

Como estamos a punto de vivir una experiencia de pocas veces, nos preparamos durante toda la semana: mandamos los trajes y vestidos a la tintorería, nos compramos una corbata más moderna o cambiamos los zapatos por unos incomodísimos, pero con un dorado divino que está absolutamente de moda. La idea es entrar dentro de la ropa sin parecer un matambre humanizado, así que hacemos dieta durante varios días y nos privamos de las exquisiteces acostumbradas. Total, no se comparan ni un poco con las que abordaremos, en desorbitante cantidad y variedad, durante la fiesta. Y entonces sí, estamos listos y elegantes para comer, sabiendo que, no bien lleguemos, irrumpirá sobre nosotros un derrame de mozos impecablemente vestidos, que casi nos rogarán que probemos cuantos tipos de bebida traigan en sus bandejas. Así, detrás del champagne rosado, en seguida veremos el fondo vacío de la copa de un vinito blanco y, sin duda, no podremos dejar de lado algo de stroberry y ananá fizz, que no serán champagne pero hace tanto que no tomábamos. Además, con algo hay que acompañar tantos canapés y saladitos, ¿no?

 

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“Vení, comamos algo.”

 

Cuando el ágape conlleva la cena, ¡mucho mejor! Pero claro, lo malo acontece cuando hay que seguir con las apariencias de que estamos ahí para compartir el feliz momento, y entre medio de cada plato nos obligan a levantarnos para ir a bailar. ¿Bailar? ¡Si yo sólo quiero quedarme acá, no estoy molestando a nadie! Tan a gusto que nos encontrábamos con ese pollito al champignon (el del casamiento pasado estaba mejor logrado, y además prefería el pescado que le dieron al de la otra mesa,  pero igual esto está bastante bueno, y las papitas noisette son imperdibles), y de repente nos apagan la luz al grito de ¡Vamos, vamos, a bailar todos!, mientras la música obliga y la bola de vidrios de colores empieza a girar como loca en medio del salón. Entonces, ante la mirada entusiasmada –o peor, suplicante- de la madre, hermana o tía de alguno de los recién casados, no podemos más que abandonar el puesto y enganchar nuestras manos a la cintura del último que viene en el trencito -que ya se armó y deambula, marcando el ritmo, entre medio de las mesas-, esperando que la salsa no se nos haya enfriado para cuando podamos emprender el regreso.

 

 

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“Ay… qué linda está la novia…

che, ¿habrá de esos canapés de caviar?”

 

Otro de los grandes placeres de asistir a estos eventos reside en las apacibles actividades que podemos realizar mientras disfrutamos de nuestro opulento objetivo, algo parecido a ver televisión en casa mientras cenamos, pero más divertido y mucho más rico. Miramos pasar la gente, observamos cómo mastica, criticamos los atuendos, le recomendamos a la de al lado -que critica los atuendos- que no sea bruja, contamos cuántos peluquines hay en la fiesta y tal vez jugamos con algún vecino de mesa a comernos un arrolladito más por cada uno que encontramos, calculamos las copas de champagne que lleva vaciadas el tío soltero de la novia y, tal vez, luego de un minucioso análisis, le damos un premio imaginario al ganador de la imagen general más ridícula. Más tarde, promediando la fiesta, nos sostenemos la panza con las dos manos y decimos, entrecerrando los ojos, “uh… como comí, me siento como en Navidad”. Los vestidos comienzan a verse más ajustados en la zona media, y los pliegues en las camisas de los trajes se estiran considerablemente. Y qué importa. Para entonces, todos tomamos tanto que nadie lo notará, y los niños no se fijan en esas cosas. Bastará, en el momento de la foto, con colocar los brazos estratégicamente cruzados al nivel del estómago o cerrarse un poco el saco del traje, a efectos de disimular los vestigios de la reciente orgía culinaria.

 

 

 

Terminemos con esta farsa

 

La comida es, definitivamente, la razón más importante para ir a este tipo de acontecimientos. Y el que invita lo sabe. Por eso tienta –tramposo- a sus invitados, con la promesa implícita de que allí encontrará todo lo que ha ansiado comer y tomar durante mucho tiempo. Un pacto secreto que jamás se divulga, pero se negocia, velado en el asunto de compartir la emoción del enlace. El invitado responde, recibe su parte, y el anfitrión puede contar en su celebración con una buena tasa de asistencia en la cantidad de gente convocada, aunque no logre recordar luego a varias de las personas que acudieron (“che, ¿al final vino tu tía Tota?” “Pero claro, Jorge, ¿no la viste?, si hasta nos sacamos fotos…”). Entonces, ¿por qué no reconocerlo abiertamente? Tal vez, algún día nos sinceraremos, e invitaremos a nuestros afectos y conocidos como se merecen:

 

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“Nos casamos y lo vamos a festejar en grande. Te aseguramos que,

en nuestra fiesta, comerás hasta que te revienten los botones del traje o vestido,

 y tomarás como nunca en tu vida. Adjuntamos a la invitación

el menú detallado, para que puedas ir deleitándote. Te esperamos.

Afectuosamente, Mariela y José”

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Con esta honesta invitación, seremos un poco menos hipócritas y, además, tendremos el éxito asegurado.

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(Karin Bertolino- Texto con Copyright 2017)

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